El puente apenas se sostiene al paso de algún caminante. Son muchos los años que está ahi como un faro en medio del camino que conduce al caserón. Cuando yo vine por primera vez al pueblo, tenía 8 años. Dice mi padre que ya por entonces lo habían cruzado miles de peregrinos. Pero yo fuí la primera. Recuerdo cada piedra, cada hueco, cada brizna de hierba que asomaba por los agujeros retorcidos de la madera vieja y podrida. Fueron mis pies los que descubrieron la belleza. Y nunca más volví a poseerla.
Galizia es una tierra verde y su corazón una gaita repartiendo sones. Mis raices están aquí. Y mi corazón celta.
Mis padres pertenecen a la provincia de Lugo. Yo pasé algunos veranos en Outeiro, que es la aldea donde mi madre nació y se crió. Guardo un recuerdo entrañable. Recuerdo los atardeceres anaranjados sobre los campos: las truchas en los ríos caudalosos: la lluvia y su olor en la madera y en la paja seca. Pero ante todas las cosas, recuerdo el puente que conduce aquí, a la casa de mi abuelo. Cuenta mi madre que esta casa se hizo con mucho trabajo y sacrificio. Se levantó piedra a piedra. Entonces no había grúas y tuvieron que llevar cada piedra a hombros. A mi abuelo, cuenta mi madre, se le iba la vista del esfuerzo que suponía alzar cada pedrusco. Yo en este siglo xx1 que hemos comenzado, pienso que en cosas como esta consiste la verdadera artesanía.
La casa donde pasé los veranos más felices de mi vida tiene un terreno con manzanos y ciruelos. También hay un pozo de donde se saca el agua para lavarse y fregar los platos. Cuando hacía mucho calor nos tumbábamos a echar la siesta debajo de los árboles y oía cantar a los pájaros mientras el viento soplaba dulcemente. En eso consistía mi felicidad.
Creo que aquella época, aquél siglo pasado fue mejor. Dicen que la infancia es quizá la única patria. La patria y la bandera; el estandarte, el mástil, el barco. Sólo que con los años vamos perdiendo los colores y el rumbo. Quedamos varados en orillas inhóspitas y casi sin olas. Se desluce el mascarón de proa y nos abandonamos a la mar. No hay capitanes que guíen la travesía. Estoy de pronto sola en medio de la tormenta. El silencio se hace grande y no me deja respirar. La noche es una cueva oscura que me aprisiona el corazón.
El sonido de las olas se asemeja de pronto a una nana; respiro despacio toda la sal del océano y me salvo de un abismo de sombras. Renazco. Emerge mi alma del agua; se deslizan las gotas por mi pecho hasta llegar a mis pies desnudos. Encuentro de nuevo la fuerza para seguir. Miro al sol de frente y un torrente de luz me invade por dentro. Tengo la certeza de que esta travesía acabará con buen fin.
El martes cumplo 39 años. Me gustaría trasladarme en el tiempo para volver a sentir con aquella fuerza e ilusión de entonces. Asomarme como por primera vez al campanario de mi niñez para divisar la vida desde el mismo ángulo.
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