El apareció un día cualquiera después del verano.
Venía cabizbajo, melancólico y tierno en el mejor de los casos: como pidiendo perdón por llegar. Se movía despacio en la ciudad, como si no supiera andar por ella. Pero yo tenía el recuerdo de él en el pueblo alborotándolo todo, corriendo por calles y plazas, por bosques y rios. Durmiendo en ramas, saltando arroyos...acariciando perros y niños con el mismo calor.
Con quien más migas hacía era con los abuelos, por eso cada atardecer se sentaban alrededor de la vieja mesa de madera y jugaban a las cartas mientras las historias se sucedían, muchas veces atropelládamente llevados todos por el afán y el temor de que otro más rápido tomara la palabra.
Y es que Mauricio se eternizaba contando lo de la república y no dejaba hablar a nadie hasta que llegaba al capítulo de la pierna...
De cómo herido y sangrando consiguió ponerse a salvo detrás de una meta, y cómo horas más tarde alguien consiguió curarlo y esconderlo en su casa.
Llegados a este punto todos callaban. Tal era la mezcla de mala memoria y misterio de Mauricio contando de mil maneras diferentes la historia de sus suerte, que cuando terminó de hablar miró al recien llegado, invitándole a tomar la palabra.
...Entonces él les habló de caminos dormidos a su paso, del sueño blanco que lo envolvió por meses. De la luna que no vió, del dolor inmenso del exilio...y de la alegría siempre de volver.
Volver puntual a la cita. Más viejo, más melancólico, más lleno de recuerdos. Y con menos pelo, sobre todo con menos pelo...porque para eso era el otoño.
...Y tenía que dar ejemplo.
El escondite del sol
Hace 13 años